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El Valor de la Naturaleza

Actualizado: 4 feb

Aquella mañana me despertó un gran bullicio. Acabábamos de volver a nuestra casa a las afueras de Caracas después de dos años en Evanston, Illinois, cuyos veranos tórridos e inviernos gélidos me habían borrado cualquier recuerdo del trópico.

Según me acerqué a la ventana un colibrí verde metálico visitaba despreocupadamente las flores de las macetas colgantes. Salí al jardín, donde los sapos se retiraban hacia sus escondites y las ranas arbóreas se acomodaban en las ramas adoptando la misma tonalidad. Al final del jardín, un muro parecía contener una masa impenetrable de maleza que apenas lo desbordaba.

Después de unos días en el jardín, y desoyendo las advertencias de mi madre, salí a explorar la parte trasera de la casa. Entre la tupida maleza se veían algunas entradas por donde un mocete de siete años podría pasar, y yo no podía contenerme. A medida que me adentraba, surgieron nuevos hallazgos: escarabajos iridiscentes, hormigas con cabezas rojas, libélulas... Siguiéndolas llegué a un pequeño claro con un charco alimentado por un riachuelo.

Allí aparecieron pequeños peces rayados de vivos colores que entraban y salían entre delicadas algas que parecían cabellos. Pequeñas ranitas, descansaban posadas sobre las piedras. Me quedé inmóvil contemplando aquel escenario y el tiempo se detuvo. No podía fijarme en una sola cosa, pero a la vez, lo captaba todo. Sólo escuchaba el aleteo de las libélulas y el flujo del agua.

La escena se desvaneció cuando reconocí mi nombre en la voz desesperada de mi madre. Tras volver a casa, me riñó insistiendo que la “selva” era peligrosa y me prohibió volver a aquel lugar. Sus airadas advertencias me impactaron, pero no me disuadieron. Cada vez que me pillaba explorando me preguntaba por qué le desobedecía. Había descubierto algo enorme y bello, que sentía muy próximo. Pero no era capaz de explicárselo.


Algunos años más tarde, ya instalados en Hondarribia, encontré lugares para continuar mis exploraciones, pero un encuentro me expuso a alguien cuya vida estaba repleta de esas experiencias. Mi primer amigo tenía un tío abuelo, Rufino, que vivía solo en un caserío aislado en la montaña.

Había pasado la mayor parte de su vida allí con un par de vacas, un rebaño de ovejas y medio centenar de conejos. Se alegró de acogernos y pasamos dos días acompañándole, más que ayudándole. Yendo de aquí para allá, nos explicaba el trabajo acompañado por historias. Su parquedad parecía reservar una sabiduría exótica que despertaba la curiosidad. Le preguntábamos y entonces se soltaba para revelar sus vivencias íntimas. Conocía la manera precisa de aprovechar todo lo que tenía a su alrededor, por lo hacía con un respeto solemne. Las raíces de plantas, sus hojas, la manera de conservar los frutos... Se refería a los animales y a los árboles individualmente. Aseguró que buena parte de lo que sabía no lo había descubierto él. Otros habían desarrollado durante largo tiempo una sabiduría en el manejo de las plantas medicinales, el aprovechamiento de los productos del bosque y las técnicas hortícolas tradicionales (1). Para esas gentes, la naturaleza tenía un valor existencial y su manera de entenderla formaba parte de su identidad.


Según me fui haciendo mayor, decidí ser biólogo, y lo logré. Pero, con el tiempo acabé entendiendo que la profesión y mi motivación iban por vías distintas. La disciplina académica se basa en el método científico, que consiste en analizar el todo como suma de las partes. Una vez entendida cada una de las partes, se estudian las relaciones entre ellas y se elabora un relato lógico del nuevo conocimiento (las notas que componen una sinfonía y sus correspondientes instrumentos, por ejemplo). Por complicado que sea el relato, las palabras sirven para su transmisión, un elemento clave de nuestro progreso. Sin embargo, la motivación proviene de un proceso contemplativo en el que uno no descompone lo que observa, sino que lo asimila en su conjunto: la sinfonía. Esta experiencia entraña un proceso neurológicamente distinto, que no entendemos bien, pero que llega a las profundidades donde se albergan las emociones y las memorias indelebles, tan difíciles de explicar.


A pesar de que el mundo que vivimos se maneja en gran medida por valores tangibles, lo que somos, como personas, y como grupo, se fundamenta también en esos elementos intangibles. Nuestra afinidad por los entornos rurales, los montes, bosques, cuevas y otros lugares icónicos no son casuales, sino el reflejo de su huella en nosotros. Nuestro apego ya no es la que tuvieron nuestros antepasados, pero los lugares donde vivieron, las costumbres familiares y nuestras propias experiencias todavía dejan su poso. Perduran en nuestra identidad.

Cuando observo los movimientos en favor de la conservación, veo personas altamente motivadas y comprometidas por rescatar esos últimos entornos que quedan, a la vera de un implacable modelo de desarrollo, más que de progreso (2). Estos frecuentemente calificados como “exaltados” reaccionan acaloradamente porque algo que sienten como parte de ellos corre el riesgo de desaparecer irremisiblemente.

Programa de repoblación forestal en Txaboleta. Fundación Lurgaia
Programa de repoblación forestal en Txaboleta. Fundación Lurgaia

Y no sólo protestan. Su compromiso los lleva a Impulsar iniciativas populares para restaurar la naturaleza por sus propios medios (3) o a denunciar de dejadez de las instituciones (4).

Pasando por alto la oportunidad de preservar y restaurar los entornos naturales ahora los condena a seguir el camino gradual e implacable hacia su deterioro y desaparición. En su ausencia, las siguientes generaciones irán perdiendo ese enganche identitario con la naturaleza. No habrá formato de comunicación sucedáneo que despierte en nuestros hijos y nietos esa vinculación. La única manera de conseguirlo es mediante al menos una experiencia personal e intransferible.

El proyecto agroecológico Amillubi, Zestoa
El proyecto agroecológico Amillubi, Zestoa

En estos momentos en que nos cuesta valorar los recursos naturales, resulta difícil establecer la relación coste/beneficio de la conservación. Pero elementos intangibles como nuestra vinculación con un entorno que es, además, un legado histórico, lo conecta con el sentido de identidad, moviendo las voluntades individuales y a las propias instituciones. Con una población algo más del doble de la de nuestro país, Nueva Zelanda ha iniciado un programa para restaurar la biodiversidad de la totalidad de su territorio, cuya superficie es treinta y seis veces superior a la del nuestro (5). Los estudios que se han realizado para identificar la motivación de semejante movilización revelan que la clave está en el sentido de identidad que la naturaleza propicia entre los neozelandeses (5).


Imagen del documental Fight for the Wild grabado en Nueva Zelanda
Imagen del documental Fight for the Wild grabado en Nueva Zelanda

Es posible que la naturaleza ya no parezca un elemento existencial para nuestra supervivencia, pero la indiferencia en torno a su protección es un síntoma de la pérdida gradual de los nexos con esas raices que hasta ahora nos han acompañado y que nos definen.


A largo plazo, nuestra relación con la naturaleza será un factor determinante de nuestra suerte. De todos modos, con o sin nosotros, volverá.


Referencias

1)        Sobre las creencias y usos tradicionales de la naturaleza, la obra clásica Mitología del Pueblo Vasco de José Miguel de Barandiarán recoge muchos ejemplos sobre la relación con árboles, plantas y animales. Un ejemplo llamativo es que a las abejas se les trataba de “usted” (Zu), se las saludaba y cuando un miembro de la familia fallecía, se notificaba formalmente a la colmena, al igual que un cambio de dueño de la propiedad, por ejemplo.

2)        Daniel Schmachtenberger, un conocido pensador que conocí hace años, propone la idea de lo que es el progreso auténtico, en contraposición al progreso ingenuo. El segundo incluye todas las cosas buenas y malas de los avances que experimentamos. Daniel propone que debemos trabajar para corregir aquellas cosas negativas para alcanzar el progreso auténtico y argumenta que las fuerzas actuales del mercado sólo impulsan el movimiento hacia delante, sin revisiones. Video

3)        Existen muchas iniciativas populares dedicadas a revertir los daños provocados por el desarrollo. La fundación Lurgaia se dedica a repoblar bosques con especies autóctonas. El grupo BASOS de Bustirialdea ha adquirido un bosque para repoblarlo. El proyecto Amillubi, impulsado por la asociación Biolur, ha adquirido terrenos en la zona de Zestoa para practicar agricultura ecológica y regenerativa. Aitziber Sarobe es una activista que centra su labor en la recuperación de los bosques. Tu testimonio se puede ver en este video.

4)        El grupo ecologista EGUZKI incluye entre sus acciones la denuncia los casos en que las administraciones incumplen sus compromisos en el cuidado del medio ambiente. Un ejemplo es el caso de los humedales en Txingudi: También 2024 termina sin que arranque la ampliación de la laguna de San Lorenzo, en Txingudi

5)        Fight for the Wild (La Lucha por lo Salvaje) es el nombre de una serie de cuatro documentales dedicados a cubrir el programa de restauración de la biodiversidad en Nueva Zelanda. Este enlace permite acceder al trailer. Los demás episodios aparecen en la lista de reproducción.

6)        El artículo titulado Fight for the Wild: emotion and place in conservation, community formation, and national identity analiza la motivación que impulsa a tantos ciudadanos de Nueva Zelanda a participar en la titánica tarea de proteger la biodiversidad en su país.

7) Este Video de Joseba Luzarraga es un escelente ejemplo de los vínculos que impulsan la motivación por proteger la naturaleza. En este caso, La Reserva de la Biosfera de Urdaibai.

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